La sospecha en torno a
la veracidad de los
relatos históricos no es
nueva. Ya en las
postrimerías del siglo
xix el crítico e
historiador literario
cubano Justo de Lara
exponía, a modo de
ejemplo, un hecho
insólito: una noche de
otoño, el rey Carlos
xi de Suecia
conversaba en una de las
habitaciones de su
palacio con varios
ministros. Desde la
ventana pudo ver que el
salón principal se
encontraba extrañamente
iluminado; ninguno de
los hombres de su
séquito pudo ofrecer una
explicación convincente
y el Rey decidió acudir
al lugar. Lo que vio lo
llenó de espanto:
sentado en el trono se
hallaba un cuerpo
ensangrentado, vestido
con las insignias reales
y en el salón bailaban
decenas de seres
fantasmales. Esa misma
noche, el Rey escribió
lo sucedido en un
pergamino, que no solo
lleva su firma —y el
cuño real—, sino la de
todos sus acompañantes,
en calidad de testigos
oculares. El documento,
sin duda legítimo, se
conserva, pero
¿constituye una prueba
histórica?, ¿por qué
descartamos su
veracidad?, ¿si la
historia fuese
verosímil, acaso no
estimaríamos como
definitiva la prueba? La
historia narra episodios
que no vivimos, y que
debemos reconstruir
desde nuestros
prejuicios y
experiencias. La
investigación histórica,
desde luego, no está
desprovista de
metodologías que
aseguran una
imprescindible
“objetividad”, pero no
puede ni desea
desentenderse de la
subjetividad humana. Por
eso, la sospecha ha sido
siempre un recurso de
los historiadores
revolucionarios, sobre
todo porque según una
frase sabia, “la
historia la escriben los
vencedores”, y ellos,
pocas veces lo han sido.
En “El último patriota”
(1911), uno de sus
relatos clásicos, Rómulo
Gallegos evoca esa
cómoda neblina en la que
se encontraban los
hechos y los personajes
de la historia
venezolana: “Lo que él
conocía de la historia
de su familia no lo
aprendió en la lectura,
sino de boca en boca de
sus mayores que le
habían dado aquella
tradición de virtudes y
proezas sin cuento, y
que él había conservado
hasta entonces sin
cuidarse de comprobar lo
que de cierto tenía,
como el cándido
guardador de las botijas
del cuento”.
El relato de Gallegos
cuenta la historia de
una familia que vivía
orgullosa de sus
antepasados, y el
enfrentamiento entre un
padre —ciego defensor de
la tradición recibida
por vía oral—, y un hijo
que, más por esnobismo
que por convicción,
enarbola las nuevas
doctrinas de la historia
crítica. La narración
termina cuando, movido
por el interés de
demostrar la veracidad
de lo que siempre
escuchó, descubre en los
hasta entonces intocados
papeles de archivo, que
todos sus antepasados
habían sido realistas,
fieros opositores a la
independencia. “Y así
fue que cuando lo
averiguó —escribe
Gallegos—, recibió la
mayor decepción de su
vida. Allí estaba, en
letras, mal escrita,
pero escrita al fin, la
verdad vergonzosa,
atenuada en parte por la
piedad de los ratones,
pero lo bastante
completa para ser dura y
cruel e irrebatible”. El
padre, desilusionado,
descuelga cada uno de
los retratos de quienes
había considerado como
patriotas.
Pero fueron las llamadas
teorías de la
postmodernidad
—herederas y
auspiciadoras a la vez
de una sensibilidad
decepcionada, propia de
otro final de siglo que
parecía llevarse a la
vez, las esperanzas y
los horizontes—,
multiplicada en otros
muchos, reales o
supuestos post:
una era
post—comunista,
post—revolucionaria,
post—industrial,
etc., que se refugiaba
incluso en un
postboom literario
empeñado en sustituir a
Macondo —desde las
páginas del diario más
conservador de Chile—
por McOndo, las que
adoptaron el cinismo
como metodología. La
verosimilitud sustituyó
a la verdad. Los héroes
se declararon
inexistentes,
“construcciones
mitológicas” o
ideologemas del Poder.
Cada héroe debía tener
un origen “mitológico”:
un cobarde, por ejemplo,
imposibilitado de
dominar sus piernas, en
lugar de correr hacia la
retaguardia, corría
hacia el frente de
batalla; sus compañeros
lo seguían de forma
irreflexiva. Moría
acribillado a balazos,
claro, pero los suyos
tomaban por sorpresa al
enemigo y obtenían una
victoria inesperada.
Alguien fabulaba: “yo
escuché cómo gritaba
¡adelante, al combate!”
Y aquel cobarde pasaba a
las páginas de los
libros de historia como
héroe. La década de los
noventa presenció la
estrepitosa caída del
panteón soviético
—derrumbe que incluyó a
los héroes falsos y a
los verdaderos—, y la
brusca sustitución de la
épica revolucionaria,
por un feroz intimismo.
Esa convicción cínica es
la que sustenta el
desparpajo con el que la
contrarrevolución
reclama su “derecho” a
construir héroes:
cualquier muerto es
bueno.
En sectores
intelectuales se abrió
desde la primera mitad
de los años noventa un
fuerte debate en torno a
la legitimidad histórica
de la Revolución Cubana.
Tres fechas marcaron de
manera oportuna la
discusión: 1995,
centenario de la caída
en combate de José
Martí; 1998, centenario
de la intervención
norteamericana en la
guerra hispanocubana; y
2002, centenario de la
instauración de la
República neocolonial. Y
una que las antecedía y
determinaba a todas,
dotándolas de un sentido
histórico nuevo: el
derrumbe en 1991 de lo
que se llamó el campo
socialista. Una
tendencia revisionista
de la llamada “historia
oficial” de la
Revolución trató de
pasar inadvertida,
camuflada entre quienes
abogaban con razones
plausibles a favor de
una comprensión de la
historia más abarcadora,
que superara sectarismos
u omisiones. Pero para
la restauración del
capitalismo era
necesaria una mirada al
pasado que repusiera en
sus antiguos pedestales
a los representantes de
la tradición liberal. La
literatura de la
restauración acumula ya
una profusa lista de
títulos, desde
Cuba: fundamentos de la
democracia. Antología
del pensamiento liberal
cubano desde fines del
siglo
xviii hasta fines
del siglo
xx,
que compilara Beatriz
Bernal y prologara
Carlos Alberto Montaner
en 1994, hasta los más
recientes ensayos
históricos de los nuevos
ideólogos “ilustrados”
de la contrarrevolución.
En dos circunstancias al
parecer favorables se
apoyaba la operación: el
sentido pendular de la
sensibilidad social,
cansada de una retórica
y dispuesta a asumir
otra que pareciera nueva
y el hecho de que todos
los ciudadanos del país
de hasta sesenta años o
menos, habían crecido o
nacido después de 1959.
Los promotores y
cultivadores de ese
“revisionismo” de
intenciones políticas,
trataban de acaparar
para sí los resultados
de brillantes
historiadores
revolucionarios que
desentumían en los años
noventa los estudios del
pasado. Pero la historia
revisitada con una
mirada más amplia,
liberada de sectarismos
y conceptos
seudomarxistas, también
iluminaba las razones de
un proceso que
sorpresivamente había
saltado por encima del
muro que la caída del
Muro había establecido.
Sin embargo, la
reivindicación de una
“historia total” que
superara omisiones o
excesivas preeminencias
a veces se confundía
—sin “malas” o con
“malas” intenciones— con
la imposible pretensión
de hacer pasar por
“buenos” a todos sus
actores. Es una premisa
que intentaba rescatar
viejos ídolos para luego
enterrar los nuevos: una
historia en la que Julio
Lobo y Orestes Ferrara
—dos millonarios de
dudosa ética social—,
regresarían como héroes
a las páginas sociales
de una prensa hecha para
reproducir precisamente
sus valores. Que la
Revolución socialice la
colección napoleónica
privada de uno de esos
magnates en el palacio
(convertido en museo)
del otro, no significa,
como quisiera Ponte, el
regreso de ambos al
panteón de los héroes.
Insisto en esto, porque
no existen académicos
más honrados y
obsesionados con la
verdad que los
revolucionarios.
Es cierto que el afán
manualístico de las
humanidades —puesto que
el conocimiento debe
llegar a todos, nada
parecía más efectivo que
un manual—, estuvo en
ocasiones peligrosamente
sesgado por la política.
Esto a pesar de la
exigencia ética de
Fidel, que corrigió
públicamente el intento
de extirpar de un texto
de José Antonio
Echeverría sus alusiones
a Dios. Pero si se habla
de historia, el
referente debe ser el de
los historiadores: no
tiene sentido analizar
los límites (las
carencias o los excesos)
de la historia escrita,
siguiendo el discurso de
los periodistas o de los
políticos. Es
absolutamente legítimo e
inevitable que la
política se sirva de la
historia —la memoria de
una sociedad no es un
camposanto o un
mausoleo, sino una sala
de partos; la historia
no es pasado, es
futuro—, y los discursos
históricos de los
políticos tienen
finalidades políticas.
Los historiadores, en
cambio, son los
encargados de corregir,
de matizar, de aportar
elementos obviados o
desconocidos, lo que
tampoco significa que
sean asépticos, o
neutrales. Por lo
general, las
apropiaciones que la
política revolucionaria
hace de los hechos
históricos son de
esencia; y la mayoría de
las veces, las
descalificaciones que la
política
contrarrevolucionaria
—apoyada en
historiadores de igual
filiación ideológica—
hace de aquellas
apropiaciones, son de
índole formal o
simplemente
arqueológica. Por
ejemplo, existe el mito
del juramento de Bolívar
en el Monte Sacro —si se
quiere calificar así—,
recreado por Chávez en
el Samán de Güere: un
acto esencialmente
simbólico. Los
historiadores
venezolanos que sirven a
la contrarrevolución han
tratado de demostrar que
aquel primer juramento
nunca existió: “La
reconstrucción de lo que
dijo Bolívar es apenas
posible. Cuarenta y
cinco años después del
suceso, Simón Rodríguez
dio una descripción
novelística del famoso
juramento, obviamente
una invención
imaginaria; su valor
histórico es nulo”. Como
si esa descalificación
“arqueológica” pudiese
anular el símbolo. Otro
ejemplo: Salvador
Allende probablemente se
quitó la vida de un
disparo en La Moneda.
¿Suicidio? No,
asesinato. Lo mató la
Junta Militar que
bombardeó el palacio
presidencial. No digo
que los historiadores no
aporten las precisiones
que contribuyan a una
visión más integral y
exacta de los hechos;
pero los pueblos
desechan las minucias, y
se apropian de las
esencias.
En Praga comprendí de
golpe una verdad
pavorosa: la “historia
total” de la
restauración es
fascista. El capitalismo
no se sustenta en el
“saber conquistado” —no
necesita por ello
alfabetizar, ni llevar a
las masas a la
universidad—, sino en el
“placer posible”. Si
ahora promete un saber
“total” es solo porque
enfrenta a una
Revolución en el poder y
a una población
acostumbrada a pensar.
La reconstrucción de la
historia en Europa del
Este se sustenta en una
manipulación de los
sentimientos (con
verdades, medias
verdades y mentiras),
que permite la anulación
absoluta de cualquier
tradición revolucionaria
capaz de ser regenerada.
Solo los historiadores
revolucionarios son
capaces de ofrecer una
historia total, sin
falsos objetivismos,
porque solo la
Revolución necesita de
todo el saber histórico.
Ciertas calles de Berlín
han articulado, a
diferencia del KGB
Bar de Estocolmo o
del Habana Café
de La Habana, una lógica
anticomunista, en la que
el desorden expositivo
es solo aparente. Berlín
no es un bar, es un
museo del anticomunismo.
Vitrina del triunfo
capitalista sobre el
socialismo “real”
—escenario histórico de
uno de los sucesos más
efectistas del derrumbe
del Este, y también
capital de uno de los
principales países
imperialistas—; en ella
el mercado,
supuestamente ciego,
hace política. Quizá el
lugar más emblemático
sea el otrora Checkpoint
Charlie, famoso paso
fronterizo. Retratos
gigantes a color de un
guardia soviético que
mira al Oeste y de uno
norteamericano que mira
al Este, flanquean el
lugar en ambas
direcciones. Los
turistas se fotografían
frente a la caseta. Pero
a lo largo de la calle
—un poco antes y un poco
después—, más en
contacto con el
transeúnte, los turistas
verán fotos de la
represión en el Este,
comprarán objetos de
“los vencidos”
(banderas, sellos,
medallas, bustos,
insignias, cascos
militares, cantimploras)
y visitarán museos
privados que explican la
historia desde la
perspectiva de “los
vencedores”.
Algunos objetos se
exhiben en plena calle,
a la intemperie, como
trofeos de guerra: la
supuesta última bandera
soviética que ondeó en
el Kremlin, ya ajada y
descolorida (no puedo
dejar de asociar ese
acto de escarnio público
al mayor símbolo de un
Estado y de una
militancia, con la
conocida imagen en la
que los soldados
soviéticos colocaban la
bandera roja de la hoz y
el martillo sobre el
Reichstag, ¿venganza
histórica?), y la placa
de bronce con la imagen
a relieve de Leonid
Ilich Brezhnev, quien
fuera secretario general
del PCUS durante muchos
años, robada de la casa
donde viviera hasta su
muerte. Dos trofeos que
cumplen el sueño dorado
del nazismo. En Berlín
yacen, repitiendo los
antiguos rituales
medievales de guerra, la
bandera del enemigo y en
lugar de la cabeza del
jefe vencido, la tarja
arrancada de su hogar. |